Comencemos con la visita a nuestro singular «zoológico» observando el curioso comportamiento de las cabras. A su manera, ellas tendrán algo para decirnos. Como animalitos montaraces, las cabras a menudo avanzan por senderos muy angostos y escarpados. ¿Qué hacen cuando dos de ellas se encuentran frente a frente en una senda que tiene de un lado una pared vertical y del otro un profundo abismo? Retroceder no puede, tampoco puede desviarse una de ellas, porque el sendero es sumamente angosto.
Si las dos cabras insistieran en avanzar, ambas caerían al precipicio. Entonces ¿Qué hacen? El instinto les ha enseñado a echarse a tierra, para que una de ellas pase por sobre el cuerpo de la otra, y así ambas puedan proseguir su camino. Tal vez nos preguntemos cual de las dos cabras toma la iniciativa de agacharse. Pues, cualquiera de ellas. Lo importante es salvar la vida y seguir caminando sin problemas.
¿No advertimos aquí una lección de conducta humana? Como ocurre entre las cabras, el saber «agacharnos» ¿no asegura con frecuencia el resguardo del bienestar propio y ajeno? Cuántas veces frente a una discusión, o cuando debemos arreglar nuestras diferencias con alguien, saldríamos ganando si estuviéramos dispuestos a «agachar el lomo». pero nuestra naturaleza, viciada de amor propio, suficiencia y vanidad, nos impide tomar la buena iniciativa, Y así, nuestra obstinación y porfía nos lleva a insistir con nuestros argumentos. Con la cual quizá ganemos una discusión, pero perdamos a un amigo.
O si se trata de hacer las paces con alguien, cuán a menudo preferimos seguir ofendidos, en lugar de pedir o de ofrecer el perdón.
Como la cabra que se agacha no piensa que la otra la va a pisotear, ¿por qué pensar que en las relaciones humanas el ceder es perder? Por el contrario, saber ceder general’ mente es ganar; es adoptar la amplitud mental de quien comprende y busca la armonía. Y si debe reconocerse humildemente el error propio, ¿no es esto una expresión de grandeza que hace más grata la existencia? Con razón San Pablo escribió: «Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándos unos a otros» (Efesios 4:32).
La enseñanza cristiana nos exhorta a despojarnos de nuestras preferencias egoístas y a ponernos un poco en el lugar de nuestro prójimo, quien tiene los mismos anhelos y necesidades que nosotros. Por eso la inmortal regla de oro presentada por el Maestro, dice: ‘Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellas» (5. Mateo 7: 12).
Esta ley de condescendencia humana y de amor fraternal es la única que puede garantizar relaciones cordiales y constructivas. Despreciar esta ley divina equivale a no saber convivir y a deslucir la existencia. De ahí el inmenso valor de saber ceder y comprender. Tal la simple pero importante lección que nos enseñan las modestas cabritas montaraces.
Hemos comenzado así el paseo por nuestro «zoológico», para señalar en primer lugar la ley fundamental de la buena convivencia humana: la ley del amor, la comprensión y la humildad. Si esta ley se cumpliera siempre tan sólo en el ámbito del hogar, ¡cuán diferente sería nuestro mundo! ¿No le parece?
Que hermosa reflexión. Dios le bendiga