El Conflicto de los Siglos
El Conflicto de los Siglos
Autor: Elena G. de White
Esta obra se publica para confirmar en el lector su más profundo y acariciado deseo: la esperanza de que el bien y la justicia se impondrán definitivamente en el universo. No se propone este libro enseñarnos que hay desgracia y miseria en el mundo. Harto lo sabemos ya. Tampoco tiene por objeto darnos a conocer el antagonismo irreductible que existe entre las tinieblas y la luz, la muerte y la vida. En lo más recóndito de nuestro corazón algo nos dice que así es, y que nos toca desempeñar una parte en el conflicto. Sin embargo, muchos dudan de que el amor y el bien triunfen para siempre sobre el odio y el mal.
En todos nosotros se despierta con frecuencia el anhelo de saber algo más acerca de este conflicto y sus protagonistas. De ahí que nos formulemos preguntas como las siguientes: ¿Por qué existe esta lucha milenaria? ¿Cómo empezó? ¿Qué factores intervienen en su complejo carácter? ¿Por qué aumenta en intensidad? ¿Cómo y cuándo terminará? ¿Se hundirá nuestra tierra, como algunos sabios nos lo aseguran, en las profundidades de una infinita noche helada, o le espera un porvenir radiante de vida y felicidad? En otras palabras, ¿triunfará el amor de Dios por el hombre?
Yendo ahora al terreno individual, nos preguntamos: Puesto que me encuentro en el mundo sin que haya intervenido mi propia voluntad, ¿envuelve esta circunstancia algo bueno o malo para mí? ¿Existe algún modo de satisfacer mi anhelo de justicia y verdad? ¿Cómo puedo salir victorioso en la lucha que se libra en mi propia conciencia? En este tiempo de creciente inquietud, ¿es posible obtener paz interior?
¡Oh si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que toca a tu paz! mas ahora está encubierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, que tus enemigos te cercarán con baluarte, y te pondrán cerco, y de todas partes te pondrán en estrecho, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti; y no dejarán sobre ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.
Cuando Jesús reveló a sus discípulos la suerte de Jerusalén y los acontecimientos de la segunda venida, predijo también lo que habría de experimentar su pueblo desde el momento en que él sería quitado de en medio de ellos, hasta el de su segunda venida en poder y gloria para libertarlos.
El apóstol Pablo, en su segunda carta a los Tesalonicenses, predijo la gran apostasía que había de resultar en el establecimiento del poder papal. Declaró, respecto al día de Cristo: Ese día no puede venir, sin que venga primero la apostasía, y sea revelado el hombre de pecado, el hijo de perdición; el cual se opone a Dios, y se ensalza sobre todo lo que se llama Dios, o que es objeto de culto; de modo que se siente en el templo de Dios, ostentando que él es Dios.
Aunque sumida la tierra en tinieblas durante el largo período de la supremacía papal, la luz de la verdad no pudo apagarse por completo. En todas las edades hubo testigos de Dios, hombres que conservaron su fe en Cristo como único mediador entre Dios y los hombres, que reconocían la Biblia como única regla de su vida y santificaban el verdadero día de reposo. Nunca sabrá la posteridad cuánto debe el mundo a esos hombres. Se les marcaba como a herejes, los móviles que los inspiraban eran impugnados, su carácter difamado y sus escritos prohibidos, adulterados o mutilados. Sin embargo, permanecieron firmes, y de siglo en siglo conservaron pura su fe, como herencia sagrada para las generaciones futuras.
Antes de la Reforma hubo tiempos en que no existieron sino muy pocos ejemplares de la Biblia; pero Dios no había permitido que su Palabra fuese destruída completamente. Sus verdades no habían de quedar ocultas para siempre. Le era tan fácil quitar las cadenas a las palabras de vida como abrir las puertas de las cárceles y quitar los cerrojos a las puertas de hierro para poner en libertad a sus siervos. En los diferentes países de Europa hubo hombres que se sintieron impulsados por el Espíritu de Dios a buscar la verdad como un tesoro escondido, y que, siendo guiados providencialmente hacia las Santas Escrituras, estudiaron las sagradas páginas con el más profundo interés. Deseaban adquirir la luz a cualquier costo.
La semilla del Evangelio había sido sembrada en Bohemia desde el siglo noveno; la Biblia había sido traducida, y el culto público celebrase en el idioma del pueblo; pero conforme iba aumentando el poder papal, obscurecíase también la Palabra de Dios. Gregorio VII, que se había propuesto humillar el orgullo de los reyes, no estaba menos resuelto a esclavizar al pueblo, y con tal fin expidió una bula para prohibir que se celebrasen cultos públicos en lengua bohemia.
El más distinguido de todos los que fueron llamados a guiar a la iglesia de las tinieblas del papado a la luz de una fe más pura, fué Martín Lutero. Celoso, ardiente y abnegado, sin más temor que el temor de Dios y sin reconocer otro fundamento de la fe religiosa que el de las Santas Escrituras, fué Lutero el hombre de su época. Por su medio realizó Dios una gran obra para reformar a la iglesia e iluminar al mundo. A semejanza de los primeros heraldos del Evangelio, Lutero surgió del seno de la pobreza. Sus primeros años transcurrieron en el humilde hogar de un aldeano de Alemania, que con su oficio de minero ganara los medios necesarios para educar al niño. Quería que ese hijo fuese abogado, pero Dios se había propuesto hacer de él un constructor del gran templo que venía levantándose lentamente en el transcurso de los siglos. Las contrariedades, las privaciones y una disciplina severa constituyeron la escuela donde la Infinita Sabiduría preparara a Lutero para la gran misión que iba a desempeñar. El padre de Lutero era hombre de robusta y activa inteligencia y de gran fuerza de carácter, honrado, resuelto y franco. Era […]
Un nuevo emperador, Carlos V, había ascendido al trono de Alemania, y los emisarios de Roma se apresuraron a presentarle sus plácemes, y procuraron que el monarca emplease su poder contra la Reforma. Por otra parte, el elector de Sajonia, con quien Carlos tenía una gran deuda por su exaltación al trono, le rogó que no tomase medida alguna contra Lutero, sin antes haberle oído. De este modo, el emperador se hallaba en embarazosa situación que le dejaba perplejo. Los papistas no se darían por contentos sino con un edicto imperial que sentenciase a muerte a Lutero. El elector había declarado terminantemente “que ni su majestad imperial, ni otro ninguno había demostrado que los escritos de Lutero hubiesen sido refutados;” y por este motivo, “pedía que el doctor Lutero, provisto de un salvoconducto, pudiese comparecer ante jueces sabios, piadosos e imparciales.”—D’Aubigné, lib. 6, cap. 11. La atención general se fijó en la reunión de los estados alemanes convocada en Worms a poco de haber sido elevado Carlos al trono. Varios asuntos políticos importantes tenían que ventilarse en dicha dieta, en que por primera vez los príncipes de Alemania iban a ver a su joven monarca presidir una asamblea deliberativa. De […]
En la elección de los instrumentos que sirvieron para reformar la iglesia se nota el mismo plan divino que en la de quienes la establecieron. El Maestro celestial pasó por alto a los grandes de la tierra, a los hombres que gozaban de reputación y de riquezas, y estaban acostumbrados a recibir alabanzas y homenajes como caudillos del pueblo. Eran tan orgullosos y tenían tanta confianza en la superioridad de que se jactaban, que no hubieran podido amoldarse a simpatizar con sus semejantes ni convertirse en colaboradores del humilde Nazareno. Fué a los indoctos y rudos pescadores de Galilea a quienes dirigió él su llamamiento: “Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres.” Mateo 4:19. Estos sí que eran humildes y dóciles. Cuanto menos habían sentido la influencia de las falsas doctrinas de su tiempo, tanto más fácil era para Cristo instruirlos y educarlos para su servicio. Otro tanto sucedió cuando la Reforma. Los principales reformadores eran hombres de humilde condición y más ajenos que sus coetáneos a todo sentimiento de orgullo de casta así como a la influencia del fanatismo clerical. El plan de Dios es valerse de instrumentos humildes para la realización de grandes […]