“El que encubre sus transgresiones, no prosperará; mas quien las confiese y las abandone, alcanzará misericordia.”1 Las condiciones indicadas para obtener la misericordia de Dios son sencillas, justas y razonables. El Señor no nos exige que hagamos alguna cosa penosa para obtener el perdón de nuestros pecados. No necesitamos hacer largas y cansadoras peregrinaciones, ni ejecutar duras penitencias, para encomendar nuestras almas al Dios de los cielos o para expiar nuestras transgresiones, sino que todo aquel que confiese su pecado y se aparte de él alcanzará misericordia.
El apóstol dice: “Confesad pues vuestros pecados los unos a los otros, y orad los unos por los otros, para que seáis sanados.”2 Confesad vuestros pecados a Dios, el único que puede perdonarlos, y vuestras faltas unos a otros. Si has dado motivo de ofensa a tu amigo o vecino, debes reconocer tu falta, y es su deber perdonarte con buena voluntad. Debes entonces buscar el perdón de Dios, porque el hermano a quien ofendiste pertenece a Dios, y al perjudicarle pecaste contra su Creador y Redentor. El caso es presentado al único y verdadero Mediador, nuestro gran Sumo Sacerdote, que “ha sido tentado en todo punto, así como nosotros, mas sin pecado,” quien puede “compadecerse de nuestras flaquezas”3 y limpiarnos de toda mancha de pecado.
Los que no han humillado su alma delante de Dios reconociendo su culpa, no han cumplido todavía la primera condición de la aceptación. Si no hemos experimentado ese arrepentimiento del cual nadie debe arrepentirse, y no hemos confesado nuestros pecados con verdadera humillación del alma y quebrantamiento del espíritu, aborreciendo nuestra iniquidad, no hemos buscado verdaderamente el perdón de nuestros pecados; y si nunca lo hemos buscado, no hemos encontrado la paz de Dios. La única razón por la cual no obtenemos la remisión de nuestros pecados pasados es que no estamos dispuestos a humillar nuestro corazón ni a cumplir las condiciones que impone la Palabra de verdad. Se nos dan instrucciones explícitas tocante a este asunto. La confesión de nuestros pecados, ya sea pública o privada, debe ser de corazón y voluntaria. No debe ser arrancada al pecador. No debe hacerse de un modo ligero y descuidado o exigirse de aquellos que no tienen una comprensión real del carácter aborrecible del pecado. La confesión que brota de lo íntimo del alma sube al Dios de piedad infinita. El salmista dice: “Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón, y salva a los de espíritu contrito.”4
La verdadera confesión es siempre de un carácter específico y reconoce pecados particulares. Pueden ser de tal naturaleza que sólo puedan presentarse delante de Dios. Pueden ser males que deban confesarse individualmente a los que hayan sufrido daño por ellos; pueden ser de un carácter público, y en ese caso deberán confesarse públicamente. Pero toda confesión debe hacerse definida y directa, para reconocer en forma definida los pecados de los que uno sea culpable.
En los días de Samuel los israelitas se alejaron de Dios. Estaban sufriendo las consecuencias del pecado, pues habían perdido su fe en Dios, el discernimiento de su poder y de su sabiduría para gobernar a la nación, y no confiaban en la capacidad del Señor para defender y vindicar su causa. Se apartaron del gran Gobernante del universo, y desearon ser gobernados como las naciones que los rodeaban. Antes de encontrar paz hicieron esta confesión explícita: “Porque a todos nuestros pecados hemos añadido esta maldad de pedir para nosotros un rey.”5 Tenían que confesar el preciso pecado del cual se habían hecho culpables. Su ingratitud oprimía sus almas y los separaba de Dios.
La confesión no es aceptable para Dios si no va acompañada por un arrepentimiento sincero y una reforma. Debe haber cambios decididos en la vida; todo lo que ofenda a Dios debe dejarse. Tal será el resultado de una verdadera tristeza por el pecado. Se nos presenta claramente lo que tenemos que hacer de nuestra parte: “¡Lavaos, limpiaos; apartad la maldad de vuestras obras de delante de mis ojos; cesad de hacer lo malo; aprended a hacer lo bueno; buscad lo justo; socorred al oprimido; mantened el derecho del huérfano, defended la causa de la viuda.”6 “Si el inicuo devolviere la prenda, restituyere lo robado, y anduviere en los estatutos de la vida, sin cometer iniquidad, ciertamente vivirá; no morirá.”7 El apóstol Pablo dice, hablando de la obra del arrepentimiento: “El que fuisteis entristecidos según Dios, ¡qué solícito cuidado obró en vosotros! y ¡qué defensa de vosotros mismos! y ¡qué indignación! … y ¡qué celo! y ¡qué justicia vengativa! En todo os habéis mostrado puros en este asunto”8
Una vez que el pecado amortiguó la percepción moral, el que obra mal no discierne los defectos de su carácter ni comprende la enormidad del mal que ha cometido; y a menos que ceda al poder convincente del Espíritu Santo permanecerá parcialmente ciego con respecto a su pecado. Sus confesiones no son sinceras ni provienen del corazón. Cada vez que reconoce su maldad añade una disculpa de su conducta al declarar que si no hubiese sido por ciertas circunstancias no habría hecho esto o aquello que se le reprocha.
Después que Adán y Eva hubieron comido de la fruta prohibida, los embargó un sentimiento de vergüenza y terror. Al principio, sólo pensaban en cómo podrían excusar su pecado y escapar a la temida sentencia de muerte. Cuando el Señor les habló tocante a su pecado, Adán respondió echando la culpa en parte a Dios y en parte a su compañera: “La mujer que pusiste aquí conmigo me dió del árbol, y comí.” La mujer echó la culpa a la serpiente, diciendo: “La serpiente me engañó, y comí.”9 ¿Por qué hiciste la serpiente? ¿Por qué le permitiste que entrase en el Edén? Esas eran las preguntas implicadas en la excusa que dió por su pecado, y de este modo hacía a Dios responsable de su caída. El espíritu de justificación propia tuvo su origen en el padre de la mentira, y lo han manifestado todos los hijos e hijas de Adán. Las confesiones de esta clase no son inspiradas por el Espíritu divino, y no serán aceptables para Dios. El arrepentimiento verdadero induce al hombre a reconocer su propia maldad, sin engaño ni hipocresía. Como el pobre publicano que no osaba ni aun alzar los ojos al cielo, exclamará: “Dios, ten misericordia de mí, pecador,” y los que reconozcan así su iniquidad serán justificados, porque el Señor Jesús presentará su sangre en favor del alma arrepentida.
Los ejemplos de arrepentimiento y humillación genuinos que da la Palabra de Dios revelan un espíritu de confesión que no busca excusas por el pecado ni intenta su justificación propia. El apóstol Pablo no procuraba defenderse, sino que pintaba su pecado con sus colores más obscuros y no intentaba atenuar su culpa. Dijo: “Lo cual también hice en Jerusalem, encerrando yo mismo en la cárcel a muchos de los santos, habiendo recibido autorización de parte de los jefes de los sacerdotes; y cuando se les daba muerte, yo echaba mi voto contra ellos. Y castigándolos muchas veces, por todas las sinagogas, les hacía fuerza para que blasfemasen; y estando sobremanera enfurecido contra ellos, iba en persecución de ellos hasta las ciudades extranjeras.”10 Sin vacilar declaró: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores; de los cuales yo soy el primero.”11
El corazón humilde y quebrantado, enternecido por el arrepentimiento genuino, apreciará algo del amor de Dios y del costo del Calvario; y como el hijo se confiesa a un padre amoroso, así presentará el que esté verdaderamente arrepentido todos sus pecados delante de Dios. Y está escrito: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y limpiarnos de toda iniquidad.”12
Referencias Bíblicas
1 Proverbios 28:13.
2 Santiago 5:16.
3 Hebreos 4:15.
4 Salmos 34:18.
5 1 Samuel 12:19.
6 Isaías 1:16, 17.
7 Ezequiel 33:15.
8 2 Corintios 7:11.
9 Génesis 3:12, 13.
10 Hechos 26:10, 11.
11 1 Timoteo 1:15.
12 1 Juan 1:9.