El hombre estaba dotado originalmente de facultades nobles y de un entendimiento bien equilibrado. Era perfecto y estaba en armonía con Dios. Sus pensamientos eran puros, sus designios santos. Pero por la desobediencia, sus facultades se pervirtieron y el egoísmo reemplazó el amor. Su naturaleza quedó tan debilitada por la transgresión que ya no pudo, por su propia fuerza, resistir el poder del mal. Fué hecho cautivo por Satanás, y hubiera permanecido así para siempre si Dios no hubiese intervenido de una manera especial. El tentador quería desbaratar el propósito que Dios había tenido cuando creó al hombre. Así llenaría la tierra de sufrimiento y desolación y luego señalaría todo ese mal como resultado de la obra de Dios al crear al hombre.
En su estado de inocencia, el hombre gozaba de completa comunión con Aquel “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia.”1 Pero después de su caída no pudo encontrar gozo en la santidad y procuró ocultarse de la presencia de Dios. Tal es aún la condición del corazón que no ha sido regenerado. No está en armonía con Dios ni encuentra gozo en la comunión con El. El pecador no podría ser feliz en la presencia de Dios; le desagradaría la compañía de los seres santos. Y si se le pudiese admitir en el cielo, no hallaría placer allí. El espíritu de amor abnegado que reina allí, donde todo corazón corresponde al Corazón del amor infinito, no haría vibrar en su alma cuerda alguna de simpatía. Sus pensamientos, sus intereses y móviles serían distintos de los que mueven a los moradores celestiales. Sería una nota discordante en la melodía del cielo. Este sería para él un lugar de tortura. Ansiaría esconderse de la presencia de Aquel que es su luz y el centro de su gozo. No es un decreto arbitrario de parte de Dios el que excluye del cielo a los impíos. Ellos mismos se han cerrado las puertas por su propia ineptitud para el compañerismo que allí reina. La gloria de Dios sería para ellos un fuego consumidor. Desearían ser destruídos a fin de ocultarse del rostro de Aquel que murió para salvarlos.
Es imposible que escapemos por nosotros mismos del hoyo de pecado en el que estamos sumidos. Nuestro corazón es malo, y no lo podemos cambiar. “¿Quién podrá sacar cosa limpia de inmunda? Ninguno.”2 “El ánimo carnal es enemistad contra Dios; pues no está sujeto a la ley de Dios, ni a la verdad lo puede estar.”3 La educación, la cultura, el ejercicio de la voluntad, el esfuerzo humano, todos tienen su propia esfera, pero no tienen poder para salvarnos. Pueden producir una corrección externa de la conducta, pero no pueden cambiar el corazón; no pueden purificar las fuentes de la vida. Debe haber un poder que obre desde el interior, una vida nueva de lo alto, antes que el hombre pueda convertirse del pecado a la santidad. Ese poder es Cristo. Únicamente su gracia puede vivificar las facultades muertas del alma y atraer ésta a Dios, a la santidad.
El Salvador dijo: “A menos que el hombre naciere de nuevo,” a menos que reciba un corazón nuevo, nuevos deseos, designios y móviles que lo guíen a una nueva vida, “no puede ver el reino de Dios.”4 La idea de que lo único necesario es que se desarrolle lo bueno que existe en el hombre por naturaleza, es un engaño fatal. “El hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios; porque le son insensatez; ni las puede conocer, por cuanto se disciernen espiritualmente.”5 “No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo.”6 De Cristo está escrito: “En él estaba la vida; y la vida era la luz de los hombres,”7 el único “nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en el cual podamos ser salvos.”8
No basta comprender la amante bondad de Dios ni percibir la benevolencia y ternura paternal de su carácter. No basta discernir la sabiduría y justicia de su ley, ver que está fundada sobre el eterno principio del amor. El apóstol Pablo veía todo esto cuando exclamó: “Consiento en que la ley es buena,” “la ley es santa, y el mandamiento, santo y justo y bueno;” mas, en la amargura de su alma agonizante y desesperada, añadió: “Soy carnal, vendido bajo el poder del pecado.”9 Ansiaba la pureza, la justicia que no podía alcanzar por sí mismo, y dijo: “¡Oh hombre infeliz que soy! ¿quién me libertará de este cuerpo de muerte?”10 La misma exclamación ha subido en todas partes y en todo tiempo, de corazones cargados. Para todos ellos hay una sola contestación: “¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!”11
Muchas son las figuras por las cuales el Espíritu de Dios ha procurado ilustrar esta verdad y hacerla clara para las almas que desean verse libres de la carga de culpabilidad. Cuando Jacob huyó de la casa de su padre, después de haber pecado engañando a Esaú, estaba abrumado por el peso de su culpa. Se sentía solo, abandonado y separado de todo lo que le hacía preciosa la vida. El pensamiento que sobre todo oprimía su alma era el temor de que su pecado le hubiese apartado de Dios y dejado desamparado del cielo. Embargado por la tristeza, se recostó para descansar sobre la tierra desnuda. Rodeábanle las solitarias montañas y cubríale la bóveda celeste con su manto de estrellas. Habiéndose dormido, una luz extraña embargó su visión; y he aquí, de la llanura donde estaba acostado, una amplia escalera etérea parecía conducir a lo alto, hasta las mismas puertas del cielo, y los ángeles de Dios subían y descendían por ella, mientras que desde la gloria de las alturas se oía que la voz divina pronunciaba un mensaje de consuelo y esperanza. Así fué revelado a Jacob lo que satisfacía la necesidad y ansia de su alma: un Salvador. Con gozo y gratitud vió que se le mostraba un camino por el cual él, aunque pecador, podía ser devuelto a la comunión con Dios. La mística escalera de su sueño representaba al Señor Jesús, el único medio de comunicación entre Dios y el hombre.
A esta misma figura se refirió Cristo en su conversación con Natanael cuando dijo: “Veréis abierto el cielo, y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre.”12 Al caer en pecado, el hombre se enajenó de Dios; la tierra quedó separada del cielo. A través del abismo existente entre ambos no podía haber comunicación alguna. Sin embargo, mediante el Señor Jesucristo, el mundo fué nuevamente unido al cielo. Con sus propios méritos, Cristo creó un puente sobre el abismo que el pecado había abierto, de tal manera que los hombres pueden tener ahora comunión con los ángeles ministradores. Cristo une con la Fuente del poder infinito al hombre caído, débil y desamparado.
Vanos son los sueños de progreso de los hombres, vanos todos sus esfuerzos por elevar a la humanidad, si menosprecian la única fuente de esperanza y ayuda para la raza caída. “Toda buena dádiva y todo don perfecto”13 provienen de Dios. Fuera de El, no hay verdadera excelencia de carácter, y el único camino para ir a Dios es Cristo, quien dice: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mí.”14
El corazón de Dios suspira por sus hijos terrenales con un amor más fuerte que la muerte. Al dar a su Hijo nos ha vertido todo el cielo en un don. La vida, la muerte y la intercesión del Salvador, el ministerio de los ángeles, las súplicas del Espíritu Santo, el Padre que obra sobre todo y por todo, el interés incesante de los seres celestiales, todos son movilizados en favor de la redención del hombre.
¡Oh, contemplemos el sacrificio asombroso que fué hecho para nuestro beneficio! Procuremos apreciar el trabajo y la energía que el Cielo consagra a rescatar al perdido y hacerlo volver a la casa de su Padre. Jamás podrían haberse puesto en acción motivos más fuertes y energías más poderosas. ¿Acaso los grandiosos galardones por el bien hacer, el disfrute del cielo, la compañía de los ángeles, la comunión y el amor de Dios y de su Hijo, la elevación y el acrecentamiento de todas nuestras facultades por las edades eternas no son incentivos y estímulos poderosos que nos instan a dedicar a nuestro Creador y Salvador el amante servicio de nuestro corazón?
Y por otra parte, los juicios de Dios pronunciados contra el pecado, la retribución inevitable, la degradación de nuestro carácter y la destrucción final se presentan en la Palabra de Dios para amonestarnos contra el servicio de Satanás.
¿No apreciaremos la misericordia de Dios? ¿Qué más podía El hacer? Entremos en perfecta relación con Aquel que nos amó con amor asombroso. Aprovechemos los medios que nos han sido provistos para que seamos transformados conforme a su semejanza y restituídos a la comunión de los ángeles ministradores, a la armonía y comunión del Padre y del Hijo.
Referencias bíblicas:
- 1. Colosenses 2:3.
- 2. Job 14:4.
- 3. Romanos 8:7.
- 4. Juan 3:3.
- 5. 1 Corintios 2:14.
- 6. Juan 3:7.
- 7. Juan 1:4 (V. Valera).
- 8. Hechos 4:12.
- 9. Romanos 7:16, 12, 14.
- 10. Romanos 7:24.
- 11. Juan 1:29.
- 12. Juan 1:51.
- 13. Santiago 1:17.
- 14. Juan 14:6.